La verdad camuflada

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Portada del libro «La máscara sobre la realidad» de Rafael R. Tranche

La enorme aceleración informativa a la que estamos sometidos y los trepidantes cambios que se están produciendo en los modelos de comunicación y conectividad, hacen que nuestra forma de ser, de actuar y de relacionarnos también se encuentren en plena metamorfosis, seguramente sin saber hacia dónde nos llevan. Por ello, nunca viene de más un ensayo –sí, otro más– que nos ayude a interpretar el nuevo escenario y las transformaciones que está trayendo consigo. Rafael R. Tranche, en La máscara sobre la realidad. La información en la era digital (Alianza Editorial, 2019) aborda el choque de enfoques entre los new media y los old media en la gestión de la información. Una interesante reflexión, con amplia documentación y argumentos, que describe este tiempo de incertidumbre en el que nos encontramos inmersos, y en la mayoría de los casos desprotegidos.

Es evidente que el crecimiento en el flujo y uso de Internet –como dice el autor, su amplificación y reduplicación– ha supeditado a los medios de comunicación tradicionales a otro orden. Y este es uno de los grandes cambios: el nuevo rol que los mass media, consolidados a lo largo del siglo XX, han adquirido en esta nueva era. Un momento en el que la sobreabundancia informativa ha conseguido acercar al máximo la hipercomunicación a la incomunicación. Paradójicamente, en la era de la información y de los datos la comunicación se dificulta por esta borrachera infinita e intensa de acontecimientos, noticias y anécdotas que ocupan todas las rendijas de nuestra vida, lo copan todo. Una época en la que todos pensaban que los viejos medios se iban a ver abducidos por los nuevos, pero en la que se produce un entrecruzamiento e interconexión entre ambos. Un instante en el que el individuo se ve conectado indispensablemente al “presente incesante” y siente la necesidad de participar.

Mientras, la hiperconectividad nos sobrecarga de estímulos y nos sumerge en conversaciones atropelladas a través de unas redes sociales que ya han cambiado nuestra sociabilidad. Diálogos entrecortados en los que “prevalece el deseo de ser comprendido al ser comprensivo”. A pesar de nuestra ansia de novedades, los buscadores y otros instrumentos algorítmicos reducen nuestro campo de inspección de la realidad porque priorizan nuestros deseos y expectativas entre la oferta, sobre todo de bienes materiales, que nos brindan.

El recorrido que realiza Tranche se detiene especialmente en el aspecto que adopta la noticia en el nuevo panorama. Partiendo del reciente concepto de posverdad, que para el autor no es sino una reconversión actualizada de la antigua propaganda, profundiza en la desgastada credibilidad que la opinión pública concede a muchas instituciones –también a la comunicación–, y que se sitúa en la “necesidad desilusionada de creer” en algo, aunque sólo sea por resentimiento o por castigo. Y como sabemos, la red es la mejor “caja de resonancia” de este fenómeno basado en las interpretaciones, las medias verdades y las opiniones más degradadas. ¿Y si la consecución de la verdad ya no fuera un objetivo firme? Se pone en cuestión la legitimidad y autoridad de los medios como relatores de lo que pasa. Con páginas y minutos dedicados a ensalzar lo anecdótico, los sucesos y el morbo, hasta el punto de amplificarlos y convertirlos en categoría frecuente y dramática. La tendencia a tenernos cada vez más enganchados a la actualidad hace necesario alimentarla con detalles y hechos que nos mantengan pegados, cuanto más tiempo mejor, a pantallas y dispositivos. La actualidad se focaliza en unas cuantas noticias de importancia y se desperdiga en otras cientos de noticias de baja relevancia que también son consumidas utilizando como reclamo imágenes que viralizan muy rápido. La televisión ya consagró al individuo que, diga lo que diga, hable lo que hable, tiene un espacio hegemónico. Tertulias y debates de gentes, más o menos duchas en los distintos temas de actualidad, que saben de todo y debaten con la vehemencia necesaria para que nadie se escape de ahí ni pulse el botón del (+) que pasa al siguiente canal en el mando a distancia. Opiniones que ya no se distinguen de las informaciones, porque se disuelven en ellas hasta disiparse en lo que Tranche denomina “infopinión”.

Para iniciar su capítulo “Verlo todo es no ver nada” el autor se refiere con acierto a un fragmento de la novela de Saramago, Ensayo sobre la ceguera. La imagen se ha convertido en el hilo conductor para contarnos la realidad, pero ahora ya no es selectiva, sino constante y presente en cada instante. En los últimos diez años se han obtenido tantas fotografías como desde que Niepce la inventara en 1826.  Ya no es especial sino rutinaria. Hoy todo se ve, todo se inmortaliza, todo se sobreexpone –hasta nuestra intimidad– de forma continuada. Nos encontramos en un régimen de hipervisibilidad en el que hacemos pública y compartimos nuestra vida corriente a través de miles selfies que nos retratan frente al mundo.

La política ha sucumbido a esta generalización de la sobreexposición y nos muestra, e incluso basa su estrategia de marketing, en un bonito álbum de imágenes de sus líderes humanizando sus costumbres y llegando más afectivamente a sus potenciales votantes. Pero, las imágenes también facilitan la propagación de los sistemas indiscriminados de control de la ciudadanía, a través de la proliferación de sistemas de vídeovigilancia. Y a la vez, estos sistemas de cobertura pseudouniversal también se convierten en fuente de materia informativa, en cuanto que escrutan la realidad en su totalidad, y además con el sello de la objetividad más absoluta. Qué es, sino la realidad misma la que pasa delante de las cámaras de una sucursal bancaria a lo largo de todo el día.

Como señala el autor, nos aferramos a esas imágenes que construyen una realidad fragmentada, pero que al mismo tiempo nos permiten acercarnos a un mundo, incluso de forma coherente, aunque no sea el real. Hacen congruente e inteligible lo inconexo e inexplicable. Y añade, que esas imágenes “son el refugio que nos otorga una tranquilidad ilusoria ante la imposibilidad de entender y controlar el mundo”.

Pero esas imágenes, que nos sirven para comprender de alguna forma el mundo y están cargadas de cotidianeidad aunque pensadas para llamar nuestra atención, ya no sirven para sacudir nuestras conciencias. Ahora “la fuerza movilizadora de una imagen radica, ante todo, en su impacto emotivo por encima de su determinación moral o su crítica social”. Lo que se pretende en el espectador al publicar una imagen es posibilitar ese tránsito desde lo sucedido –sea de la dimensión que sea, incumba al número de personas que incumba– hasta la generación de un estado emocional, que quizás se centre en el caso particular de una sola persona. Pero esta historia es la que nos conmueve. Los hechos dramáticos convertidos en imágenes y, hoy en día viralizados, se transforman en “nuevos modos de ritualización”, ubicados en cualquier espacio urbano y en cualquier situación. El ejemplo más paradigmático es la publicación en decenas de portadas de los diarios más importantes del planeta de la fotografía del niño sirio Aylan Kurdi, tendido muerto en una playa turca. No nos alteran las frágiles vidas de miles de refugiados, pero nos sacude la imagen de uno solo. Y de ahí surge el ícono, y también la denuncia artística. Se añaden datos que atraviesan la vida privada del menor y de su familia, pero se asume como necesario, y se transforma en un objeto de consumo emocional. “Es un icono, pero de nosotros mismos. De nuestra incapacidad para detener el dolor de los demás”.

Rafael R. Tranche concluye rematando un epílogo excepcional en el que se pregunta si la difusión de estas imágenes, que penetran en nosotros emocionalmente, se quedan sólo en eso, en emociones que no tienen ninguna incidencia de transformación social. Si las causas digitales hacen crecer burbujas de complicidad bajo las que no existe una implicación real, sino sólo la afección momentánea, epidérmica y fugaz que ya abordaron otros autores. La realidad se nos presenta rodeada de una máscara, que en vez de suponer mediación, se convierte en suplantación, y descubre “la inconsistencia de la palabra y de la imagen para levantar acta de su acontecer en el mundo actual”.

Rafael R. Tranche (2019). La máscara sobre la realidad. La información en la era digital . Madrid: Alianza Editorial
Juan Pagola 25 publicaciones
Profesor
JUAN I. PAGOLA CARTE es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad del País Vasco y doctor en Comunicación por la Universidad de Deusto. Actualmente es profesor contratado doctor en la Universidad de Deusto. Su actividad docente se concentra en el grado de Comunicación así como en el Master en Gestión de la Comunicación Audiovisual, Empresarial e Institucional, con las siguientes asignaturas: Teoría de la Comunicación Organizacional, Diseño de Proyectos de Comunicación, Ética Cívica y Profesional y Desarrollo Global y Migraciones (en el grado); y Profundización en la Comunicación Audiovisual, Empresarial e Institucional (en el posgrado) Sus publicaciones tratan principalmente de la ética y la responsabilidad en la comunicación. En los últimos años ha desempeñado distintos cargos en la Universidad de Deusto: Director del Máster en Gestión de la Comunicación, coordinador de Deusto Campus (actividades de solidaridad, cultura, deportes y fe para la comunidad universitaria) y coordinador de las asignaturas de Ética Cívica y Profesional, estas dos últimas en el campus de Donostia. Pertenece al equipo de investigación “Ética aplicada a la realidad social”, reconocido por la UD (2008) y por el Gobierno Vasco (2010).