El pasado 24 de marzo un avión de la línea de bajo coste Germanwings que había partido de Barcelona con destino a Dusserdolf se estrellaba en un paraje inaccesible de los Alpes franceses. Sus 150 pasajeros morían en el acto a causa del impacto. Las investigaciones emprendidas en las primeras horas y tras el hallazgo de las dos cajas negras del aparato confirmaban las primeras hipótesis: el copiloto había sido el causante de la tragedia al accionar el dispositivo de descenso del avión hasta empotrarlo contra el suelo y tras impedirle deliberadamente al comandante el retorno a la cabina después de una breve ausencia.
A partir de ese momento se ponía en marcha la habitual liturgia mediática que rodea a toda catástrofe: primeros datos escabrosos, reacciones políticas, imágenes de los allegados destrozados, profundización en la investigación y finalmente olvido.
Esto es lo q encuentran los familiares antes de la sala de atencion. Colegas periodistas, pensemos sobre ello. :( pic.twitter.com/jS33VsGEsl
— Arturo Puente (@apuente) March 24, 2015
Han sido muchas las voces que se han alzado en las últimas semanas en contra del tratamiento que algunos medios masivos y las redes sociales han dedicado al acontecimiento. Una vez más, estas críticas se centran en torno a la sobreexposición de la que son objeto las personas que más sufren las consecuencias de la tragedia. Sus rostros desencajados y sus palabras desesperadas llenan minutos de televisión y páginas de diarios, en papel y en formato digital. La pregunta que debe formularse es: ¿la publicación de imágenes de los casuales protagonistas rotos de dolor aporta algo más a la narración noticiosa de un hecho? Y por el contrario, ¿su no reproducción resta algún elemento al derecho a la información que tenemos toda la ciudadanía respecto a los hechos?
Paralelamente, y conforme avanzaban las pesquisas sobre las causas del siniestro, se hicieron públicas más informaciones sobre la vida, la salud y las circunstancias vitales que podían haber empujado al copiloto del aparato a realizar tal acción. Casi al mismo tiempo que el fiscal de Marsella daba a conocer los primeros datos sobre el modus operandi del copiloto para destruir el aparato, el diario sensacionalista alemán Bild titulaba en portada y a toda página “El piloto homicida” ilustrada con la fotografía y numerosos datos de su vida privada. A día de hoy conocemos ya innumerables detalles sobre su patología, su pasado, sus aficiones y sus relaciones sentimentales.
Camarero, hay un nuevo chisme sobre la vida privada de Andreas Lubitz en mi sopa.
— Cansaliebres (@Serjfield) March 30, 2015
Estamos frente a un conflicto clásico en los profesionales de la información: ¿dónde ponemos la frontera entre el derecho a la intimidad de los protagonistas de las noticias que narramos y el derecho a la libertad de expresión?, ¿no habrá que ser más escrupuloso con las repercusiones que la publicación de su identidad pueda tener entre los que involuntariamente se han visto envueltos en dichas circunstancias y entre los familiares y amigos que nada o poco tienen que ver moralmente en la decisión que, por ejemplo en este caso, adopta una persona? El derecho a la información no es absoluto y menos cuando colisiona frontalmente con otros que afectan a la integridad de las personas, bien a través de la intromisión en su vida íntima, bien cuando toca su círculo más próximo y privado.