Escribo estas líneas mientras sigo por televisión la nueva temporada de “Salvados”, presentada ahora por Gonzo. Y escucho con atención y agradecimiento la conversación que sostiene en un ático de Barcelona con la periodista Gemma Nierga y la hija del político catalán, Rosa Lluch. ¿Y por qué agradezco sus palabras? Porque desprenden un espíritu y una actitud que se han desterrado de la escena política de los últimos años. Gemma y Rosa recuerdan con el conductor del programa la apertura y conciencia dialogante con la que trabajaba siempre Ernest Lluch, hasta el punto de que le costó la vida. A los muchos que hace décadas luchábamos por el diálogo en nuestro pueblo, miramos de reojo la situación catalana y echamos en falta el intercambio de ideas a través de la palabra.
Lo vivimos en la formación de gobiernos, en la negociación de convenios colectivos o a la hora de dilucidar un problema de convivencia de diferentes identidades nacionales. En un futuro diremos: En la era que eclosionó la pluralidad nos encontramos con que éramos incapaces de gestionarla. En el tiempo de la comunicación no sabemos qué pasos debemos dar para encontrarnos, interactuar e intercambiar ideas, opiniones, expresiones, lenguajes, discursos, relatos opuestos… En la época en la que más instrumentos tenemos para que fluyan los mensajes, menos propuestas serias y responsables compartimos con el ánimo de que sean escuchadas y valoradas.
Se ha diluido, en términos generales, la predisposición al diálogo, al acuerdo, al consenso. Por el contrario, se emplean demasiadas energías en construir trincheras, en describir sociedades divididas, aunque no siempre lo estén, en alimentar los sentimientos de revancha y en enfrentar a la gente. Se alienta el insulto, los exabruptos, la crítica fácil, la mentira, los argumentos de trazo grueso, las faltas de respeto, en definitiva la construcción de discursos cargados de un lenguaje agresivo. No estamos en tiempos de relatos conciliadores, que propicien el acercamiento de posturas, que rompan con el huracán polarizador, extremista e irreconciliable. Como señalaba Paulo Freire en su reconocida obra Extensión o comunicación (1971), en la comunicación no hay sujetos pasivos. Hay reciprocidad, hasta el punto de que uno y otro deben entenderse al mismo nivel.
En la sociedad de la información, de la inmediatez y del espectáculo, toda reflexión, negociación o administración de cualquier problema de orden social o político se convierten en un show. Instantes todos ellos presuntamente retransmitibles, en los que cada actor participante desea salir bien parado y perder la mínima cuota de popularidad. La sobreexposición con la que trabajan los líderes políticos no ayuda en absoluto en favor de una intervención sosegada y reflexiva de los asuntos más complejos. La obsesión por la imagen, la reputación personal y organizacional, la próxima encuesta en intención de voto hace, de facto, imposible la gestión de la res publica. Cualquier acuerdo debe airearse a los cuatro vientos, cualquier debate o discusión previa debe publicitarse al milímetro –palabra a palabra– para que cada uno se vea retratado y a su vez pueda reprochar al de en frente los agravios necesarios. Los errores o las rectificaciones se asumen como problemas de gran envergadura y el nivel del ruido sube de tono. Paralelamente, millones de personas comentan, ridiculizan, insultan y tensan el circo desde las redes sociales, en las que las opiniones se categorizan como si fueran hechos feacientes. Hoy carece de importancia lo que se dice, y gana el cómo se dice y qué impacto tiene. En la actualidad, las opiniones han sustituido a los hechos y se han elevado al altar de lo fundamental.
Y los medios de comunicación, todavía hoy los grandes constructores de la realidad, subsisten bien en este escenario que requieren para su existencia. La polémica, el alboroto y la discusión atrae al público con mayor intensidad que el debate sosegado y argumentado con razones, cuestionables pero expresadas serenamente.
El filósofo alemán Jürgen Habermas nos habla de la ética discursiva para dar valor a la consolidación de la conversación, desde la diferencia, pero potenciando el diálogo entre las partes, la dialéctica entre posicionamientos contrarios, el acercamiento que permita avanzar sobre los retos a los que hoy se enfrentan nuestras sociedades. Estamos en campaña electoral y el incremento de la crispación se convierte en el día a día. La forma de ejercer la política desde posiciones extremas no favorece en nada la creación de un clima de búsqueda de consensos y acuerdos. En sociedades plurales en las que la diversidad es la riqueza común aprovechable, se debe gestionar y acordar desde la diferencia. Precisamente esta es la esencia de nuestras democracias. Lo que no tengo tan claro es si tenemos la actitud, y sobre todo la voluntad de aproximar posturas y ponernos en la posición del otro, de escuchar su mensaje, de entender lo que dice, aunque no lo compartamos.
Publicado originalmente en Solasean