Cuando escribo estas líneas me encuentro abrumado por la cascada de informaciones que siguen generando los acontecimientos que se han producido el 7 de enero en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo en París. Estamos ante un execrable acto de violencia cometido por personas que, en nombre de Alá y del profeta Mahoma, han denigrado hasta su último extremo la dignidad, o lo que es lo mismo aniquilado la vida de los doce asesinados. Es una acción que no tiene ninguna justificación y nos sumerge irremediablemente en la cara más oscura de la condición humana.
Dicho lo cual, de las opiniones y de los hechos narrados en las miles de columnas, tertulias, posts y twets de estos días, subyace el debate sobre la libertad de expresión como bien omnipotente y absoluto. ¿Es ilimitado el derecho a la libertad de expresión? ¿Todo es posible en nombre de la libertad de expresión? ¿En qué momento el ejercicio de la libertad de expresión es lesivo con la dignidad de otras personas o grupos?
Las diferentes creencias, ideologías o estructuras normativas constituyen propuestas de realización vital para aquel grupo de personas que comparte una misma jerarquización de valores. Una creencia o ideología determinada no se puede imponer a toda la sociedad, pero la sociedad debe aprender a respetar la expresión y vivencia de cada una de las creencias o ideologías que conviven dentro de ella. En nuestra sociedad pluralista, la comunicación y la información se hacen tangibles en el derecho a la libertad de expresión, pero ese ejercicio es incompatible con la burla y el menosprecio hacia alguna de las diferentes propuestas religiosas, ideológicas y culturales que los individuos profesan. Si esto no es así, desde los medios de comunicación –cualquiera que estos sean– estaremos haciendo un flaco favor a la construcción de una vida mínima en común y en convivencia.
Je suis Charlie